Está claro. Las redes sociales nos animan a decir aquello que no nos atrevemos a decir a la cara. Muchos de vosotros habréis comprobado que es mucho más fácil decir «te quiero» por whatsapp (seguido de un gran corazón rojo) que decirlo a la cara. Y quizá no lo hayáis probado, pero también es mucho más fácil insultar a alguien por las redes que hacerlo cuando lo tienes delante. Imagínate tener a esa persona que te cae muy mal justo ante ti. ¿Te atreverías a decirle todas esas cosas que, como diría Harkaitz Cano en Twist, “se piensan pero no se dicen”? Seguramente no. Pero, ¿y si lo pudieras hacer sin ningún tipo de sanción ni reproche aparente y desde el más absoluto anonimato? Pues lo mismo te animabas a decirle “un par de verdades”. Todo ello bien aderezado de insultos, odio sin argumentos y muchísimo cinismo, eso sí, con una pantalla de por medio. «Total, si todo el mundo lo hace». «A ver si no voy a poder decir lo que me da la gana, ¿qué pasa con mi libertad de expresión?». Y por el camino, claro, nos hemos cargado al respeto. Porque es mucho más fácil decir las cosas cuando nos sentimos en un espacio seguro y sabemos que no vamos a tener que lidiar (no al menos de manera inmediata) con las consecuencias. Somos la nueva era, somos los cobardes 2.0; o valientes 2.0 claro, según se mire.
La naturaleza nos dio dos oídos y una sola boca; la naturaleza es sabia. En las redes, como en la calle, hay demasiadas bocas hablando (gritando) simultáneamente, y mucho ruido para los oídos dispuestos a escuchar.
Por mucho que los canales de comunicación cambien, las normas para el diálogo –(1) Exponer sin juzgar, (2) escuchar sin replicar, (3) preguntar para entender, (4) destacar lo positivo y (5) unir lo mejor con lo mejor– nos deberían servir también para las redes. O acabaremos por olvidarnos de cómo se hacía.