Cuando uno visualiza la diferencia, puede que rápidamente lo haga a través de los colores. El blanco y el negro, como habitualmente usamos en nuestras conversaciones, son un buen reflejo de lo que es la diferencia. Los extremos, los puntos más distantes, nos permiten ver en qué consiste la diferencia.
Sin embargo, en nuestro día a día, continuamente nos encontramos con situaciones de divergencia en nuestro trabajo, familia, amigos… que si los analizamos algo más detenidamente, estaremos de acuerdo en que no son situaciones de “blanco y negro”, sino más difusas, más de escalas dentro de un mismo color.
Podría pues pensarse, que en una escala de dificultad, será menos complejo gestionar teóricamente este tipo de divergencias, pues no las calificamos a priori como puntos de vistas opuestos o de “blanco y negro”. Sin embargo, la gestión de esas divergencias consideradas inicialmente como menores, no es en la práctica tan sencilla, pues tras lo que parecen ser diferencia de matices, pueden esconderse auténticos abismos.
Es así cómo los procesos de recuperación de la convivencia en nuestros pueblos son más complejos de lo que a priori se presuponen. Por ejemplo, en muchos pueblos en los que domina sociológicamente una tendencia política, muchas veces los/as participantes de los procesos dan por hecho que, en tanto en cuanto están cercanos en algunos aspectos ideológicos, la convivencia entre ellos no se ha roto como en otros lugares. Pero la convivencia nos remite a principios éticos de respeto a la persona y no tanto a cercanías o lejanías ideológicas, lo que nos permite ver que las diferencias son mayores de lo que se creen.
Es así como la reconciliación social entendida como la recuperación de la convivencia en nuestros pueblos sobre la base del respeto absoluto a la persona, no entiende de colores, sino de posicionamientos éticos. Así ni hay procesos sencillos porque las cercanías políticas sean mayores, ni la divergencia solo debe ser entendida como colores totalmente opuestos.
Iker Uson