En los últimos años se escucha cada vez más hablar -sobre todo en ámbitos institucionales o algunos medios de comunicación- de la Agenda 2030. Este gran acuerdo internacional aprobado en 2015 y que pretende conseguir 169 metas en 15 años ha conseguido atraer la mirada de diferentes agentes, en algunos casos para su defensa y, en otros, para cuestionar su valía.
En ambas perspectivas encontraremos cuestiones que compartir y otras que refutar desde la mirada de cada cual, pero lo que es seguro es que la Agenda 2030, como compromiso internacional -y luego aterrizado en políticas nacionales y locales- existe, es y ha venido para quedarse con nosotros unos años, al menos.
Para entender bien qué es la Agenda 2030 creemos que es importante mirarla en sus dimensiones reales: esta Agenda es solo un camino, una ruta, que marca (entre otras muchas posibles) unas opciones que se van a considerar como prioritarias. De este modo, se centra en generar pasos, y no tanto en destinos.
Esta Agenda es claramente internacional, y es lógico que por ello mucha gente la sienta como lejana. Pero también es verdad que esta Agenda está creada de un modo que permite hacerla aplicable a diferentes realidades, que habilita que la adaptemos a nuestras propias posibilidades. Por lo que, sí, es una agenda mundial, pero que puede también responder a cuestiones muy locales, según y como se trabaje con ella.
Pero, sobre todo, si algo tenemos que entender para poder medir la Agenda 2030 en toda su amplitud es que se trata de un texto de consenso. Este texto necesitaba ser aprobado por representantes de 193 países con ideologías, miradas y comprensiones absolutamente diversas e incluso divergentes. Y, como tal, es por tanto un texto de mínimos, un mínimo común denominador. Pero no deja de ser por ello un gran logro basado en una máxima: generar consenso y garantizar el compromiso de todos/as.
En esta sociedad donde las miradas dicotómicas o la imposición de una sola versión tiene aun mucho peso, a menudo nos cuesta entender el valor de las adopciones por consenso, la fuerza de aquello que se logró tras muchas idas y vueltas, la necesidad de contar con elementos que fomentan puentes y valoran lo que tenemos en común.
Es evidente que, si cada una de nosotras hubiera podido diseñar la Agenda, tendríamos cientos de miles de agendas diferentes. Pero esta Agenda 2030, con sus más y sus menos, da un marco útil para poder empezar a caminar y a cambiar aquello que necesitamos cambiar.
La cuestión es: ¿y si no existiera la Agenda 2030? Pues es muy probable que, si no existiera, necesitásemos inventarla y luchar por contar con un gran consenso internacional que garantizase que nuestras políticas se centraban en un verdadero desarrollo sostenible.
La Agenda 2030 no es la solución a todos los problemas. Es nada más y nada menos un instrumento más, una herramienta que tenemos a nuestra disposición y que, para suerte o desgracia, es compartida entre diferentes instituciones, agentes y comunidades. Digamos que la Agenda 2030 nos sirve como lenguaje común: cada cual (instituciones, sociedad civil u otros agentes) nos enfocaremos en aquello que nos identifica, pero es posible que -adaptándolo a nuestra realidad- cada cual pueda también validar, revalidar o reformar la interna de la Agenda 2030.
Maider Maraña – Baketik
Laguntzailea: Eusko Jaurlaritza – Lehendakaritza