Desde que el humano es humano, siempre ha sentido la atracción por relacionarse con personas similares; similares en edad, género, clase social, educación o creencias. Esta tendencia tiene mucho que ver con la teoría de las necesidades humanas que proponía Abraham Maslow: según él, cuando el ser humano tiene las capacidades básicas (alimentación, cobijo) y las de seguridad (protección, hogar, trabajo) cubiertas, siente la necesidad de pertenencia al grupo. Ahí nos sentimos cómodos, entendemos a la gente, la gente nos entiende. Fin de la historia. ¿Para qué complicarnos? La vida es mucho más llevadera si tienes un entorno que te da la razón.
Lo mismo está pasando en las redes sociales. En ellas nos relacionamos mayoritariamente (e incluso, exclusivamente) con gente con gustos similares a los nuestros: escuchan la misma música, leen el mismo periódico o ven la misma serie; los demás estorban. Los tienes ahí, pero sólo los aceptaste por no quedar mal. A muchos los tenemos por amigos, pero como mucho tenemos en común alguna que otra afición. Somos perfectos desconocidos. Dicen que las redes sociales son herramientas para la comunicación, dicen que nos comunicamos más que nunca, sí, estamos comunicando todo el día. Pero, ¿qué, cuándo, cómo, con quién y por qué? Y lo que es más importante: ¿para qué? Aquí está la clave.
Nos “comunicamos” para ratificar nuestras propias ideas; para cerciorarte de que no eres el/la único/a que piensa esto u lo otro; para confirmar que, aquello que es de tu agrado, es también del agrado de los demás. Y a veces, no será suficiente con esto, y entonces publicarás cosas que en realidad no te gustan, pero que sabes que gustarán; y si, además, el feedback es positivo, te sentirás bien; porque eso te dará la tranquilidad de saber que perteneces a algo. Pero, ¿a qué? ¿A cambio de qué?